El árbol de Guillomo: Por una economía de la abundancia

Illustrations by Christelle Enault

DE LOS EDITORES: Este artículo se publicó originalmente en Emergence Magazine. Agradecemos su autorización para la traducción al español y publición en Awasqa.*

El cosechar Guillomas junto con las aves, lleva a Robin Wall Kimmerer considerar la ética de la reciprocidad que se encuentra en el corazón de la economía de la generosidad o «gift economy». Ella pregunta, ¿Cómo podemos aprender de la sabiduría indígena y los sistemas ecológicos para reinventar las monedas de cambio?

El aliento fresco del atardecer se desliza por las colinas boscosas desplazando el calor del día y viene acompañado de los pájaros, tan ansiosos por el aire fresco como yo. Llegan en bandada con llamados que llevan a la risa y tengo que reírme con aquel mismo deleite. Están a mi alrededor: ampelis americano, sinsonte maullador y un destello de iridiscencia del azulejo. Nunca sentí tanta afinidad con mi tocayo el robin [mirlo] como en este momento en el que los dos nos llenamos la boca de bayas y reímos de felicidad. Los arbustos están cargados de gruesos racimos rojo, azul y violeta, en cada etapa de madurez, tantos que puedes cogerlos a puñados. Me alegro de tener una cubeta y me pregunto si los pájaros podrán volar con el estómago tan lleno como el mío.

Esta abundancia de bayas se siente como un regalo puro de la tierra. No me las he ganado, no he pagado ni trabajado por ellas. No hay matemática económica que reconozca que las merezco de alguna manera. Y sin embargo, aquí están junto con el sol y el aire y los pájaros y la lluvia, reunidas en las torres de las nubes. Podrías llamarlas recursos naturales o servicios del ecosistema, pero los mirlos y yo las reconocemos como regalos y cantamos en gratitud con la boca llena.

Parte de mi alegría proviene de su presencia inesperada. Los árboles de Guillomo son nativos y locales, Amelanchier arborea, con frutos pequeños y duros que tienden a secarse y solo de vez en cuando, hay un árbol con ofrendas dulces. La recompensa en mi cubeta es una especie occidental—A. alnifolium, conocida como saskatoons—plantada por mi vecina agricultora, y éste es su primer año de producción hecho con un entusiasmo que coincide con el mío.

Saskatoon, juneberry, shadbush, shadblow, sugarplum, sarvis, serviceberry, Guillomo: estos son algunos de los muchos nombres de Amelanchier. Los etnobotánicos saben que cuantos más nombres tiene una planta, mayor es su importancia cultural. El árbol es amado por sus frutos, por su uso medicinal y por el brote temprano de las flores que blanquean los bordes de los bosques con el primer indicio de la primavera. Guillomo es conocido como una planta de calendario, fiel a los patrones climáticos estacionales. Su floración es una señal de que el suelo se ha descongelado y de que los sábalos corren río arriba, o al menos lo hicieron alguna vez, cuando los ríos eran lo suficientemente claros y libres para soportar su desove. La derivación del nombre viene de su pariente sorbus (también en la familia de las rosas), evidencia de una planta proporciona innumerables bienes y servicios. No solo a los humanos sino a muchos otros ciudadanos. Es un ramaje preferido por ciervos y alces, una fuente vital de polen temprano para los insectos emergentes y alberga una serie de larvas de mariposas, como xochiquetzal, monarcas, almirantes rojos y mariposas hairstreak—seres alados que se alimentan de bayas que dependen de sus calorías en época de reproducción.

En Potawatomi lo llaman bozakmin, lo que es un superlativo: la mejor de las bayas. Concuerdo con mis antepasados ​​en lo acertado de ese nombre. Imaginen una fruta que sabe a arándano cruzada con el peso satisfactorio de una manzana, un toque de agua de rosas y un crujido minúsculo de semillas con sabor a almendra. Su sabor es incomparable con cualquier cosa que pueda ofrecer una tienda de abarrotes: salvaje, complejo, con una química que nuestros cuerpos reconocen como alimento real, el que han estado esperando.

Para mí, la parte más importante de la palabra bozakmin es «min», la raíz de «baya». Aparece también en palabras Potawatomi como el arándano, fresa, frambuesa, incluso manzana, maíz y arroz salvaje. Aquella revelación linguística es un tesoro para mí porque «min» también es la raíz de la palabra «regalo». Al nombrar las plantas que nos llenan de bondad, reconocemos que son regalos de nuestros parientes vegetales, manifestaciones de su generosidad, cuidado y creatividad. Cuando hablamos de las plantas como regalos y no como cosas o productos o mercancías, nuestra relación con ellas cambia. No puedo evitar mirarlos como joyas en el cuenco de mi mano y exhalar mi gratitud.

En presencia de tales dones, la gratitud es la primera respuesta intuitiva. La gratitud fluye hacia nuestros antepasados vegetales y se irradia a la lluvia, al sol, a la improbabilidad de los arbustos salpicados de bocados de dulzura en un mundo que puede ser amargo.

La gratitud es mucho más que un amable agradecimiento. Es el hilo que nos conecta en relación profunda, a la vez física y espiritual, ya que nuestro cuerpo se alimenta y nuestro espíritu se nutre del sentido de pertenencia, que es el alimento más vital. La gratitud crea una sensación de abundancia: el saber que tienes lo que necesitas. En ese clima de suficiencia, nuestra hambre disminuye al tener más y tomamos sólo lo que necesitamos, en respeto a la generosidad del que obsequia.

Si nuestra primera respuesta es gratitud, la segunda es reciprocidad: dar un regalo a cambio. ¿Qué podría darles a estas plantas a cambio de su generosidad? Podría ser una respuesta directa, como desyerbar o regar, o una canción de agradecimiento que envía agradecimiento al viento. O indirecta, como donar a mi fideicomiso de tierras locales para preservar el hábitat de seres tan dadivosos, o crear arte para invitar a otros a la red de reciprocidad.

La gratitud y la reciprocidad son moneda de una economía de la generosidad, y tienen la notable propiedad de multiplicarse con cada intercambio, su energía concentrada a medida que pasan de mano en mano, como un recurso verdaderamente renovable. Acepto el regalo del arbusto y luego regalo a mi vecino un plato de bayas, quien hace un pastel para compartir con su amigo, quien se siente tan pleno de comida y amistad que se ofrece como voluntario en la despensa de alimentos. Ya saben cómo va eso…

Nombrar al mundo como un regalo es sentirse miembro de la red de reciprocidad. Te hace feliz y te hace responsable. Concebir algo como un regalo cambia tu relación con él de una manera profunda, aunque la estructura física de la “cosa” no haya cambiado. Un gorro de tejido de lana que compras en la tienda te mantendrá abrigado independientemente de su origen, pero si fue tejido a mano por tu tía favorita, entonces tu relación con esa «cosa» es muy diferente: eres responsable de aquella y tu gratitud toma fuerza motriz en el mundo. Es probable que cuides mucho mejor la gorra de regalo que la comprada porque hay un tejido de relaciones en ella. Este es el poder del pensamiento del regalo. Me imagino que si reconociéramos que todo lo que consumimos es regalo de la Madre Tierra, cuidaríamos mejor lo que se nos da. Maltratar un regalo tiene una gravedad emocional y ética, así como una resonancia ecológica.

La forma en que pensamos se ve reflejada en cómo nos comportamos. Si vemos estas bayas o ese carbón o el bosque como objetos, como propiedad, pueden ser explotados como mercancía en una economía de mercado. Conocemos las consecuencias de eso.

Entonces, ¿por qué hemos permitido el dominio de sistemas económicos que lo mercantilizan todo? ¿Los que crean escasez en lugar de abundancia, que promueven la acumulación en lugar de compartir? Hemos entregado nuestros valores a un sistema económico que daña activamente lo que amamos. Me pregunto cómo podemos arreglar eso. Y no estoy sola.

Debido a que soy botánica, mi fluidez en el léxico de las bayas puede no extenderse con facilidad a la economía, por lo que quería revisar el significado convencional de la economía para compararlo con mi comprensión de la economía de la generosidad de la naturaleza. De todos modos, ¿para qué sirve la economía? Resulta que la respuesta depende mucho a quién le preguntas. En su sitio web, la American Economic Association dice: «Es el estudio de la escasez, el estudio de cómo las personas usan los recursos y responden a los incentivos». Mi yerno enseña economía en la escuela secundaria y el principio básico que aprenden sus alumnos es que la economía se trata de tomar decisiones frente a la escasez. Cualquier cosa y todo en un mercado se define implícitamente como escaso. Con la escasez como principio fundamental, la mentalidad que sigue se basa en la mercantilización de bienes y servicios.

Terminé la escuela secundaria hace mucho pero no estoy segura de entender ese pensamiento, así que lleno un tazón con Guillomas frescas para mi amiga y colega, la Dra. Valerie Luzadis. Ella es una apreciadora de los dones terrenales, profesora y ex presidenta de la Sociedad de Economía Ecológica de los Estados Unidos. La economía ecológica es una teoría en crecimiento que amplía la definición convencional al integrar los sistemas naturales de la Tierra con los valores humanos. Pero no ha sido una práctica estándar incluir estos elementos fundamentales; por lo general quedan fuera de la ecuación. Valerie prefiere la siguiente definición: “La economía es cómo nos organizamos para sostener la vida y mejorar su calidad. Es una forma para considerar cómo nos abastecemos».

Las palabras ecología y economía provienen de la misma raíz, el griego oikos, que significa “casa” u “hogar”: es decir, los sistemas de relación, los bienes y servicios que nos mantienen vivos. El sistema de economías de mercado que se nos da por defecto no es el único modelo que existe. Los antropólogos han observado y compartido múltiples marcos culturales, coloreados por visiones del mundo muy diferentes sobre “cómo nos proveemos a nosotros mismos”, incluyendo la economía de la generosidad.

Mientras las bayas caen en mi cubeta, pienso en lo que haré con todas ellas. Dejaré algunos para amigos y vecinos, y ciertamente llenaré el congelador para hacer pastelitos de juneberry en febrero. Este “problema” de manejar las decisiones sobre la abundancia me recuerda a un informe que el lingüista Daniel Everett escribió mientras aprendía de una comunidad de cazadores-recolectores en la selva brasileña.

Un cazador había traído a casa una presa de tamaño considerable, demasiado grande para que su familia se la comiera. El investigador preguntó cómo almacenaría el exceso. Las tecnologías de ahumado y secado eran bien conocidas; el almacenamiento era posible. El cazador estaba desconcertado por la pregunta: ¿almacenar la carne? ¿Por qué tendría que hacer eso? En cambio, decidió hacer una fiesta y pronto las familias vecinas se reunieron alrededor de su fuego hasta que se consumió hasta el último bocado. Esto al antropólogo le pareció un comportamiento desadaptativo, quien volvió a preguntar: dada la incertidumbre de hallar carne en el bosque, ¿por qué no guardaba la carne para sí mismo, que es lo que predeciría el sistema económico de su cultura de origen?

“¿Almacenar mi carne? Yo guardo mi carne en el estómago de mi hermano”, respondió el cazador.

Siento una gran deuda con este profesor anónimo por estas palabras. Allí late el corazón de las economías de la generosidad, una alternativa antecedente a las economías de mercado, otra forma de «organizarnos para sostener la vida». En una economía de la generosidad, la riqueza se entiende como tener suficiente para compartir, y la práctica para lidiar con la abundancia es compartirla. De hecho, el estatus no se determina por cuánto puedes acumular sino por cuánto puedes regalar. La moneda en una economía de la generosidad son las relaciones que se expresan como gratitud, como interdependencia y los ciclos continuos de reciprocidad. Una economía de la generosidad nutre los lazos comunitarios que mejoran el bienestar mutuo; la unidad económica es el «nosotros» en lugar del «yo» ya que todo florecimiento es mutuo.

Los antropólogos caracterizan a las economías de la generosidad como sistemas de intercambio en los que los bienes y servicios circulan sin expectativas explícitas de compensación directa. Los que tienen dan a los que no tienen para que todos en el sistema tengan lo que necesitan. No está regulado desde arriba, sino que se deriva de un sentido colectivo de equidad y responsabilidad en respuesta a los dones de la Tierra.

En su libro Economía Sagrada, Charles Eisenstein afirma: “Los regalos cimentan la realización mística de la participación en algo más grande que uno mismo que, sin embargo, no está separado de uno mismo. Los axiomas del interés propio racional cambian porque el yo se ha expandido para incluir algo del otro». Si la comunidad está floreciendo entonces todos los que están dentro de ella participarán de la misma abundancia, o escasez, que proporciona la naturaleza.

La moneda de cambio es la gratitud y las relaciones más que el dinero. Incluye un sistema de acuerdos sociales y morales para la reciprocidad indirecta. Por lo tanto, un cazador que comparte el festín con usted bien podría anticipar que usted compartiría una red de pesca completa, u ofrecería su trabajo para reparar un bote.

El mundo natural en sí se entiende como un regalo y no como una propiedad privada, y como tal existen limitaciones éticas sobre la acumulación de abundancia que no te pertenece. Ejemplos bien conocidos de economías de la generosidad incluyen potlatches [fiesta de obsequios practicada por los pueblos Nativos Americanos] o el ciclo del anillo de Kula [ceremonia Papua de intercambio], en los que los regalos circulan en el grupo, solidificando los lazos de relación y redistribuyendo la riqueza.

La cuestión de la abundancia pone de relieve la sorprendente diferencia entre las economías de mercado que han llegado a dominar al mundo y las antiguas economías de la generosidad que las precedieron. Hay muchos ejemplos de economías de la generosidad que funcionan—la mayoría en sociedades pequeñas de relaciones cercanas donde el bienestar de la comunidad se reconoce como la «unidad» del éxito—donde el interés del «nosotros» supera la del «yo». En este momento, en que las economías se han vuelto tan grandes e impersonales que extinguen en lugar de nutrir el bienestar de la comunidad, tal vez deberíamos considerar otras formas de organizar el intercambio de bienes y servicios que constituyen una economía.

En una economía de mercado, donde los principios subyacentes son la escasez y la maximización del rendimiento de la inversión, la carne es propiedad privada y acumulada para el bienestar del cazador o intercambiada por moneda. El mayor estatus y éxito proviene de la posesión. La seguridad alimentaria está asegurada por la acumulación privada.

Por el contrario, las economías de la generosidad surgen de la abundancia de los regalos de la Tierra que no son propiedad de nadie y, por lo tanto, se comparten. Compartir engendra relaciones de buena voluntad y vínculos que aseguran que serás invitado a la fiesta cuando tu vecino es afortunado. La seguridad está garantizada por el fomento de lazos de reciprocidad. Puedes almacenar carne en tu propia despensa o en el vientre de tu hermano. Ambos tienen el resultado de mantener a raya el hambre pero con consecuencias muy diferentes para las personas y para la tierra que proporcionan aquel sustento.

No he estudiado economía en décadas pero como ecologista de plantas, me he pasado toda la vida pidiendo orientación a las plantas sobre una serie de cuestiones; así que me pregunté qué tenían que decir los Guillomos sobre los sistemas que crean y distribuyen bienes y servicios. ¿Cuál es su sistema económico? ¿Cómo responden a los problemas de abundancia y escasez? ¿Su proceso evolutivo los ha moldeado para ser acaparadores o para compartir?

Preguntémosle a los saskatoon. Estos árboles de diez pies de altura son los productores de esta economía. Utilizando materias primas gratuitas como luz, agua y aire, transmutan estos dones en hojas, flores y frutos. Almacenan algo de energía en forma de azúcares en la fabricación de sus propios cuerpos, pero gran parte se comparte. Parte de la abundancia de la lluvia y el sol primaverales se ve manifiestada en las flores que ofrecen un festín para los insectos cuando hace frío y llueve. Los insectos les devuelven el favor transportando polen. Rara vez hay escasez de alimentos para los saskatoon aún a pesar de su falta de movilidad. El movimiento es un regalo de los polinizadores, pero la energía necesaria para crear los zumbidos es escasa. Entonces crean una relación de intercambio que beneficia a ambos.

Hemos entregado nuestros valores a un sistema económico que daña activamente lo que amamos.

En verano, cuando las ramas están cargadas, la Guilloma produce una gran cantidad de azúcar. ¿Atesora esa energía para sí mismo? No, invita a los pájaros a una fiesta. Vengan mis parientes, llenen sus estómagos, dicen los Guillomos. ¿No están almacenando su carne en el estómago de sus hermanos y hermanas, los arrendajos, los cuitlacoches y los mirlos?

¿No es esto una economía? ¿Un sistema de distribución de bienes y servicios que satisface las necesidades de la comunidad? La moneda de este sistema económico es la energía, que fluye a través de él, y los materiales, que circulan entre productores y consumidores. Es un sistema de redistribución de la riqueza, un intercambio de bienes y servicios. Cada miembro tiene una abundancia de algo que ofrece a los demás. La abundancia de bayas va para los pájaros, pues, ¿qué uso tiene el árbol de las bayas además de como una forma de establecer relaciones con los pájaros?

Comer demasiadas bayas tiene el mismo efecto en las aves que en las personas. Las manchas fucsias decoran los postes de la cerca. Éste, por supuesto, es el objetivo de las bayas: volverse tan irresistibles y abundantes que los pájaros vienen y festejan, como lo estamos haciendo esta noche, y luego distribuyen las semillas por todas partes. Festejar tiene otro beneficio. El paso a través del intestino de un pájaro fertiliza las semillas para estimular su germinación. Las aves brindan servicios a los Guillomos, quienes los proveen de alimento a cambio. Las relaciones creadas a través de la generosidad tejen innumerables relaciones entre insectos y microbios y sistemas de raíces. El regalo se multiplica con cada donación hasta que se vuelve tan rico y dulce que burbujea como el canto de los pájaros que me despiertan por la mañana. Si se hubiera acumulado la abundancia, si juneberries actuara únicamente para su propio beneficio, el bosque se vería disminuido.

Charles Eisenstein dice que hemos creado una economía grotesca que pulveriza lo bello y único en dinero, una moneda que nos permite comprar cosas que realmente no necesitamos mientras destruimos lo que hacemos.

Creo que los Guillomos nos muestran otro modelo, uno basado en la reciprocidad más que en la acumulación, donde la riqueza y la seguridad provienen de la calidad de las relaciones en vez de la ilusión de autosuficiencia. Sin relaciones de generosidad hacia las abejas y pájaros, el Guillomo desaparecería del planeta. Incluso si acumularan abundancia, encaramados en la cima de la escalera de la riqueza, no se salvarían del destino de la extinción si sus socios no compartieran esa abundancia. El acaparamiento tampoco nos salvará. Todo florecimiento es mutuo.

Mientras veo a los petirrojos y las ampelis llenar sus barrigas, veo una economía de la generosidad en la que la abundancia se almacena «en el estómago de mi hermano». Apoyar a una comunidad de aves prósperas es esencial para el bienestar del Guillomo y de todos los demás en la cadena alimentaria. Eso parece especialmente importante para un ser inmóvil y longevo como un árbol, que no puede huir de las relaciones rotas. Prosperar sólo le es posible cuando ha cultivado lazos fuertes en su comunidad.

Este sistema de intercambios para mí se asemeja a una economía, pero soy una ecologista de plantas. Me pregunto si una economista como Valerie vería una economía de la generosidad en la distribución de bienes y servicios del Guillomo. Quiero saber si los sistemas naturales pueden entenderse como análogos a los sistemas económicos. ¿Podríamos involucrarnos en una especie de biomimetismo económico para diseñar sistemas de intercambio que beneficien a las personas humanas y a las personas más-que-humanas al mismo tiempo?

«¡Sí!» dice Valerie, como si hubiera estado esperando que le hicieran aquella pregunta por mucho tiempo. «Los sistemas naturales seguramente pueden entenderse como análogos a los sistemas económicos».

Imaginar economías humanas que se basan en sistemas ecológicos es el ámbito de economistas ecológicos como Valerie. Esto es bastante distinto de la economía ambiental, que calcula los costos y las compensaciones de elegir destruir o restaurar ecosistemas. Las y los economistas ecológicas/os se preguntaa, ¿cómo podríamos construir sistemas económicos que satisfagan las necesidades de los ciudadanos al tiempo que se alinean con los principios ecológicos que permiten la sostenibilidad a largo plazo para las personas y el planeta? Valerie dice que «la economía ecológica surgió después de observar [cómo] el enfoque económico neoclásico no logra proveer para todos y no considera adecuadamente los ecosistemas que son nuestro soporte vital. Desde un punto de vista estrictamente utilitario, hemos creado un sistema en el que nos identificamos a nosotros mismos como consumidores, antes de entendernos como ciudadanos del ecosistema. En la economía ecológica, la atención se centra en la creación de una economía que proporciona un futuro justo y sostenible en el que tanto la vida humana como la no humana pueden florecer».

¿Qué podría enseñarnos aquí el Guillomo? Ella responde: “Guillomo, o shadbush como yo aprendí a llamarle, proporciona un modelo de interdependencia y coevolución que es el corazón de la economía ecológica. El Guillomo nos enseña otra forma de entender la relación y el intercambio. Tomando a la economía de los dadores de frutos como modelo, creamos la oportunidad de articular el valor de la gratitud y la reciprocidad como fundamentos esenciales de una economía». Reciprocidad, no escasez.

Como participante de una cultura tradicional de gratitud, con una cubeta llena de bayas en la mano, hay algo que nunca he entendido bien sobre la economía humana, y es la primacía de la escasez como principio organizador. Las economías de mercado capitalistas dependen de la fuerza motriz de la escasez para regular los mercados con la oferta y demanda.

Como persona educada por las plantas, con los dedos manchados de jugo de bayas, no estoy dispuesta a darle a la escasez un papel tan destacado. Las economías de la generosidad surgen de la comprensión de la abundancia terrenal y la gratitud que ésta genera. Una percepción de abundancia, basada en la noción de que hay suficiente si compartimos, subyace en las economías de apoyo mutuo.

No hay duda de que todos los seres vivos experimentan algún nivel de escasez en varios puntos de su vida y, por lo tanto, se producirá una competencia por recursos limitados, como la luz, el agua o el nitrógeno del suelo. Pero dado que la competencia reduce la capacidad de carga de todos los interesados, la selección natural favorece a quienes pueden evitar la competencia. A menudo, esto se logra alejando las necesidades de lo que es escaso, como si la evolución estuviera sugiriendo «si no hay suficiente de lo que quieres, entonces busca algo más». Esta especialización para evitar la escasez ha dado lugar a una deslumbrante variedad de biodiversidad, cada cual evitando la competencia al ser diferente. La diversidad de formas de ser es un antídoto contra la competencia inducida por la escasez.

Los biólogos evolucionistas tal vez rechazarían esta noción, enmarcando las formas de vida del Guillomo como maximizando el interés propio a través de la selección natural, que es el mismo tipo de argumento presentado por los economistas de mercado: maximizar el interés propio en el comportamiento económico a través de la competencia por recursos escasos. La competencia entre individuos por el éxito se considera la fuerza impulsora.

Valerie señala que, incluso los ecologistas están reevaluando la suposición de que la competencia intensa es la fuerza principal que regula el éxito evolutivo. El biólogo evolutivo David Sloan Wilson ha descubierto que la competencia solo tiene sentido cuando consideramos que la unidad de evolución es el individuo. Cuando el enfoque cambia al nivel de grupo, la cooperación es un mejor modelo, no solo para sobrevivir sino para prosperar. En una entrevista reciente, el autor Richard Powers comenta: «Hay simbiosis en todos los niveles de los seres vivos y no puedes competir en un juego de suma cero con criaturas de las que depende tu existencia». Y sin embargo, continuamos operando nuestros sistemas económicos desde la base de la competencia. Creo que los Guillomos descubrieron esto hace mucho tiempo y los humanos necesitamos ponernos al día.

¿Qué pasa si la escasez es solo una construcción cultural, una ficción que nos separa de las economías de la generosidad, del regalo?

Cuando examino la economía del Guillomo no veo escasez, veo abundancia compartida: la fotosíntesis no suele escasear ya que el sol y el aire son recursos perpetuamente renovables. Por supuesto, a veces no llueve lo suficiente y luego la escasez se propaga a través de la red de relaciones, sin duda. Eso es escasez real: cuando no llegan las lluvias. Una limitación física con repercusiones que se comparten, así como se comparte la abundancia. Ese tipo de escasez no es lo que me preocupa.

Es la escasez prefabricada la que no puedo aceptar. Para que las economías de mercado capitalistas funcionen, debe haber escasez, y el sistema está diseñado para crear escasez donde realmente no existe. Debido a que no he pensado mucho en la economía desde mi introducción a ella en la escuela secundaria hace décadas, me doy cuenta de que había aceptado el principio de la escasez como si fuera un hecho natural, no una suposición económica.

Trato de explicármelo, pensar como una economista, no como una ecologista. Para ganar dinero deben comprarse y venderse productos básicos. Cuanto más escasos esos productos básicos, mayores son los ingresos. Entonces supongo que entiendo esto: la economía de mercado exige que los obsequios terrenales abundantes y de libre disponibilidad se conviertan en mercancías y escaseen gracias a la privatización y a un alto precio. Esto parece una locura, así que permítanme probar mi comprensión con el ejemplo del agua pura y hermosa, un regalo de los cielos. Antes era impensable que uno pagara por un trago de agua pero como la expansión económica descuidada contamina el agua dulce, ahora incentivamos la privatización de manantiales y acuíferos. El agua dulce, un regalo gratuito de la tierra, es pirateada por corporaciones sin rostro que la envuelven en envases de plástico para ser vendida. Y ahora muchos no pueden pagar lo que antes era gratis, y nosotros incentivamos la destrucción del agua pública para crear demanda para el agua privatizada.

Por el contrario, en las sociedades indígenas de todo el mundo, en aquellas comunidades donde perduran los remanentes de las economías de la generosidad, el agua es sagrada y la gente tiene una responsabilidad moral de cuidarla, de mantenerla fluyendo como la sangre vital de la Madre Tierra. Es un regalo para ser compartido por todos y la noción de poseer agua es grotesca, ecológica y éticamente.

La filosofía indígena de la economía de la generosidad, basada en nuestra responsabilidad de transmitir esos regalos, no tolera la creación de escasez artificial a través del acaparamiento. De hecho, el “monstruo” en la cultura Potawatomi es el Windigo que padece la enfermedad de tomar demasiado y compartir muy poco.

En cierto momento, al escribir este ensayo—mientras intentaba imaginar cómo las formas del Guillomo y las antiguas economías de la generosidad podrían ayudarnos a imaginar nuestra salida de la destrucción mutuamente asegurada del capitalismo desenfrenado—necesitaba descansar de las sombras de Windigo que se arrastraban hacia mí. Afortunadamente, fui interrumpida por un mensaje de texto de mi vecina, Paulie. Como si me estuviese leyendo la mente, atribulada desde el otro lado del valle, Paulie me invitó a ir a recoger bayas en su granja. Guillomas. Gratis. Los cosquilleos de la sincronicidad me impulsaron desde mi escritorio al huerto.

Ella plantó su huerto pensando en los productos básicos, parte de su flujo de ingresos como pequeña agricultora local; una cosecha innovadora de tarifas de «recolecta tu mismo» que pueden ser lucrativas. Pero, en cambio, ha invitado a sus vecinos a recoger bayas gratis. Su trabajo y sus gastos no son gratuitos: la labranza, el riego y la comercialización cuestan dinero real. Los árboles cuestan dinero, al igual que la gasolina, cuando Ed corta el césped entre surcos—y las Guillomas no podrían cubrir sus gastos con dinero.

Al invitarnos a llenar nuestras cubetas con este exceso de dulzura, mi vecina está perdiendo las ganancias de su inversión. Ella no obedece las reglas de la economía del mercado capitalista; ella no se está comportando de una manera que maximice sus ganancias. Qué antiamericano.

De un solo golpe, sus bayas rodaron, desde la columna de productos básicos en una hoja de cálculo, hasta la caja envuelta con cintas que dice «regalo». Las bayas no habían cambiado: todavía estaban jugosas y llenas de antioxidantes. La granja tampoco había cambiado. Es una operación familiar pequeña, diversificada con una variedad de cultivos que generan ingresos durante todo el año, desde corderos a principios de primavera hasta árboles de Navidad. Lo único que sí cambió fue que se les pidió a las personas que vinieron a recoger bayas que pusieran trozos de papel verde en la lata de café que había dentro de la puerta del granero.

Le pregunté por qué lo hacía, especialmente en estos días de la pandemia, cuando todas las pequeñas empresas están luchando para llegar a fin de mes. “Bueno,” dijo, “son tan abundantes. Hay más que suficiente para compartir y la gente podría usar un poco de bondad en sus vidas ahora mismo». La gente venía a recoger en el fresco de la tarde, socialmente distanciada en los extremos opuestos de las filas, aislada pero de alguna manera conectada por el ritmo de los dedos que se movían del arbusto a la cubeta y la boca. “Todos están tan tristes ahora,” dijo, “pero en el campo de las bayas todo lo que escucho son voces felices. Se siente bien dar este pequeño deleite».

Pero también es para educar a la gente, dice. La mayoría de las personas aún no conocen las moras juneberries y regalarlas es una invitación a probarlas. Es cierto que las juneberries han sido durante mucho tiempo un alimento básico para las personas tradicionales que comparten su hábitat con Amelanchier alnifolia. Cosechadas en grandes cantidades, se utilizaron como base para pemmican, la barrita energética original. Ahora se utilizan para hacer pasteles y mermeladas y para llenarse la boca, se celebran como regalo de la tierra pero son poco conocidas como un producto en la economía de mercado.

Paulie tiene una reputación que mantener, para ser sensata en su enfoque de vida, por lo que matiza su explicación: “No es realmente altruismo”, insiste. “Una inversión en la comunidad siempre vuelve a ti de alguna manera. Tal vez la gente que viene por Guillomas regrese por girasoles y luego por arándanos. Claro, es un regalo, pero también es un buen sentido de mercadeo. El regalo construye relaciones y eso siempre es bueno. Eso es lo que realmente producimos aquí: relaciones entre nosotros y con la granja». La moneda de las relaciones puede manifestarse como dinero a futuro, porque se tiene que pagar las facturas. Las bayas gratuitas pueden traducirse en mejores ventas de calabazas, porque las personas querrán volver a un lugar con el que tienen ya una relación. “La gente siente que recibió algo más de lo que pagó”, explicó. «Aprendieron sobre un nuevo alimento o vieron a los niños subirse a las pacas de heno». Los buenos sentimientos son el añadido del valor verdadero. Incluso cuando se paga como una mercancía, el regalo de las relaciones sigue estando presente.

El acaparamiento no nos salvará … Todo florecimiento es mutuo.

Sin embargo, la reciprocidad continua de los obsequios se extiende más allá del próximo cliente, en toda una red de relaciones que no son transaccionales. Son el banco de buena voluntad, el llamado capital social. “Ser conocido como ciudadano siempre es valioso”, dice. Si alguien deja una puerta abierta y sus ovejas terminan en mi jardín, hay un colchón de buena voluntad para que haya perdón por las dalias masticadas. “A mi modo de ver”, dice, “siempre valoro a las personas sobre las cosas. Existe esa vieja frase que les gusta decir a los agricultores : ‘Sin agricultores, estarías desnudo, hambriento y sobrio’. Pero va en ambos sentidos: sin buenos vecinos, también estarías solo, y eso es peor».

Y ese cliente que llega a valorar el olor de las bayas maduras y la vista de los corderos en los pastos y el recuerdo de sus hijos subiéndose a los fardos de heno, podría votar por el bono de preservación de tierras agrícolas en las próximas elecciones. Eso es un buen retorno de la inversión de una cubeta de bayas gratis.

Aprecio la noción de la economía del don, de que podríamos alejarnos de la agobiante economía de mercado, que reduce todo a una mercancía y nos deja a la mayoría de nosotros privados de lo que realmente queremos: relación, propósito, belleza y significado, que nunca pueden ser mercantilizados. Quiero ser parte de un sistema en el que la riqueza significa tener suficiente para compartir, y donde la gratificación de satisfacer las necesidades de su familia no se vea envenenada al destruir esa posibilidad para otra persona. Quiero vivir en una sociedad donde la moneda de cambio sea la gratitud y el recurso infinitamente renovable de la bondad, que se multiplica cada vez que se comparte en lugar de depreciarse con el uso. 

Podemos observar, con razón, que ya no vivimos en sociedades pequeñas e insulares, donde la generosidad y la estima mutua estructuran nuestras relaciones. Pero podríamos. Está en nuestro poder crear tales redes de interdependencia, fuera de la economía de mercado. Las comunidades intencionales de mutua autosuficiencia y reciprocidad son la ola del futuro, y su moneda es compartir. El movimiento hacia una economía alimentaria local no se trata solo de frescura, kilómetros de alimentos, huellas de carbono y materia orgánica del suelo. Se trata de todas esas cosas, pero también se trata del deseo profundamente humano de conexión, de estar en reciprocidad con los dones que se te dan. 

Las necesidades humanas reales que estos arreglos abordan son exactamente lo que anhelamos pero que nunca podemos comprar: ser valorados por sus propios dones únicos, ganarse la consideración de sus vecinos por la calidad de su carácter, no por la cantidad de sus posesiones; lo que vale es lo que das, no lo que tienes. 

No creo que el capitalismo de mercado vaya a desaparecer pronto; las instituciones anónimas que se benefician de él, están demasiado arraigadas. Pero no creo que sea una fantasía imaginar que podemos crear incentivos para nutrir una economía del don que corra junto a la economía de mercado, donde el bien que se sirve es la comunidad. Después de todo, lo que anhelamos no son ganancias sin rostro, sino relaciones recíprocas, cara a cara, que son naturalmente abundantes pero que escasean por el anonimato de la economía a gran escala. Tenemos el poder de cambiar eso, de desarrollar las economías locales recíprocas que sirven a la comunidad, en lugar de socavarla. 

En Economía Sagrada, Eisenstein reflexiona sobre la economía de los ecosistemas: “En la naturaleza, el crecimiento precipitado y la competencia total son características de ecosistemas inmaduros, seguidos de interdependencia compleja, simbiosis, cooperación y ciclo de recursos. La próxima etapa de la economía humana será paralela a lo que estamos empezando a comprender sobre la naturaleza. Provocará los dones de cada uno de nosotros; enfatizará la cooperación sobre la competencia; fomentará la circulación sobre el acaparamiento; y será cíclico, no lineal. Es posible que el dinero no desaparezca en el corto plazo, pero tendrá un papel disminuido, incluso tendrás más propiedades producto del regalo. La economía se encogerá y nuestras vidas crecerán». 

Veo esto en el ejemplo de mis vecinos, tanto los agricultores como las bayas. Sí, tienen que pagar las facturas y son parte de la economía de mercado, pero con cada mercancía comercializada, agregan algo que no se puede mercantilizar y que, por lo tanto, es aún más valioso. La gente viene en busca de una sensación de conexión con la tierra, una risa con el granjero como un ser humano que aprecia el aire fresco del otoño, no por la comodidad de una calabaza, que después de todo se puede comprar en cualquier lugar. 

La lealtad continua a las economías, basada en la competencia por la escasez de productos manufacturados, en lugar de la cooperación en torno a la abundancia natural, ahora nos hace enfrentar el peligro de producir una escasez real, evidente en la creciente escasez de alimentos y agua potable, aire respirable y suelo fértil. El cambio climático es producto de esta economía extractiva y nos está obligando a enfrentar el resultado inevitable de nuestro estilo de vida consumista, una escasez genuina para la que el mercado no tiene remedio. Las historias tradicionales indígenas están llenas de enseñanzas y advertencias. Cuando no se hace honor al don, el resultado siempre es tanto material como espiritual. Falta el respeto al agua y los manantiales se secarán. Desperdicia el maíz y el jardín se volverá estéril. Las economías regenerativas, que aprecian y corresponden al regalo son el único camino a seguir. Para reponer la posibilidad de un florecimiento mutuo, para los pájaros, las bayas y las personas, necesitamos una economía que comparta los dones de la Tierra, siguiendo el ejemplo de nuestros maestros más antiguos, las plantas.

Autores
Robin Wall Kimmerer

Robin Wall Kimmerer

Escritora Robin Wall Kimmerer. Ella es madre, científica, profesora e integrante registrada como Ciudadana de la Nación Potawatomi. Es la autora de Braiding Sweetgrass: sabiduría indígena, conocimiento científico y enseñanzas de las plantas. Kimmerer vive en Syracuse, Nueva York, donde es Profesora Distinguida de Biología Ambiental de SUNY y fundadora y directora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente.

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