El autoaislamiento voluntario ha sido practicado por milenios por los pueblos no contactados, para no ser víctimas de la idea occidental de civilización y progreso. Las Naciones Unidas ha reconocido el derecho jurídico a esa estrategia de sobrevivencia de los pueblos a proteger su tierra y territorio, como una forma de protegerse contra el genocidio, la colonización, y la preservación de sus tradiciones y cultura.
Para enfrentarse al COVID-19, pueblos y comunidades del norte y del sur decidieron cerrar sus fronteras en un aislamiento voluntario, para evitar el acceso de personas ajenas a las poblaciones, a sus territorios. Guiados por la memoria histórica de epidemias impuestas por colonos e invasores, cada comunidad fue llegando a la misma conclusión: la mejor forma de protegernos es aislados como comunidad.
En principio, para los pueblos indígenas las normas de distanciamiento social fueron puestas en práctica con una visión de «burbujas sociales» extendidas y de esa manera aislarse pero resguardando la vida comunitaria. La idea de estar “físicamente distantes pero socialmente cercanos” permitió crear espacios de interacción social amplios que permitan el mantenimiento de actividades productivas, como la siembra, el intercambio de productos, y el cuidado de la salud social para reforzar y potenciar las posibilidades de sobrevivencia. La pandemia incluso ha servido para recuperar enseñanzas ancestrales, medicina tradicional, preparar comidas comunitarias para quienes pasan hambre.
Lamentablemente, este derecho al cierre de fronteras ha puesto a las comunidades en aislamiento voluntario en directa tensión con países donde la prioridad económica va por encima de la vida de sus habitantes, llevándolos a una caótica reapertura prematura. La prioridad es el lucro de los megaproyectos.
Por ejemplo, a pesar de la exitosa muestra de la estrategia de protección de las reservaciones Cheyenne River Sioux en los EEU, la gobernadora de South Dakota ha pedido incluso la intervención del gobierno federal para “reabrir” las carreteras, sin reconocer los tratados internacionales sobre territorialidad indígena y protección a pueblos originarios. La prisa va ligada directamente con los proyectos extractivistas de oleoductos en la región.
En Brasil, el gobierno ha abiertamente apoyado los proyectos depredadores de la selva amazónica, de deforestación, monocultivos, y extractivismo, amenazando a los pueblos indígenas con represión por el cierre de carreteras y comunidades que se protegen de la pandemia.
En Chile, donde intergantes de la Nación Mapuche, intentaron aislarse en territorio histórico, fueron violentamente desalojados, en medio de la pandemia, sin ninguna consideración.
En Canadá la Asamblea de las Primeras Naciones respalda el derecho jurídico que asiste a los pueblos a autoaislarse, protegerse y cerrar sus comunidades, incluyendo las carreteras que las cruzan, mientras el gobierno intenta abrir las carreteras para beneficiar los proyectos extractivistas. En ese país, las Primeras Naciones tienen un condición constitucional que les permite defenderse jurídicamente.
Cada pueblo está usando su propia experiencia en las múltiples historias que comparten de epidemias, pasadas y actuales que han menguado su población durante siglos de colonialismo, pero también los proveen de herramientas locales para desatar los mecanismos de protección. El aislamiento voluntario es un derecho al que tienen y que debe respetarse.
Como nos enseñan nuestros ancestros: cada dedo de la mano por si solo es fuerte, pero juntos, todos los dedos forman una herramienta poderosa, única, y cerrados en puño se protegen, se resguardan. Esa es una alegoría común entre los pueblos para resaltar la necesidad de actuar unidos.